Los cuervos
Señor, cuando los prados están fríos
y cuando en las
aldeas abatidas
el ángelus lentísimo acallado,
sobre el campo desnudo de
sus flores
haz que caigan del cielo, tan queridos,
los cuervos
deliciosos.
¡Hueste extraña de gritos justicieros
el cierzo se ha
metido en vuestros nidos!
A orilla de los ríos amarillos,
por la senda
de los viejos calvarios,
y en el fondo del hoyo y de la fosa,
dispersaos,
uníos.
A millares, por los campos de Francia,
donde duermen nuestros
muertos de antaño,
dad vueltas y dad vueltas, en invierno,
para que el
caminante, al ir, recuerde.
¡Sed pregoneros del deber, ¡Oh
nuestros
negros pájaros fúnebres!
Santos del cielo, en la cima del
roble,
mástil perdido en la noche encantada,
dejad la curruca de la
primavera
para aquél que en el bosque encadena,
bajo la yerba que impide
la huida,
la funesta derrota.
--
Los sentados
Costrosos, negros, flacos, con los ojos cercados
de
verde, dedos romos crispados sobre el fémur,
con la mollera llena de
rencores difusos
como las floraciones leprosas de los muros;
han
injertado gracias a un amor epiléptico
su osamenta esperpéntica al esqueleto
negro
de sus sillas; ¡sus pies siguen entrelazados
mañana, tarde y
noche, a las patas raquíticas!
Estos viejos perduran trenzados a sus
sillas,
al sentir cómo el sol percaliza su piel
o al ver en la ventana
cómo se aja la nieve,
temblando como tiemblan doloridos los
sapos.
Los Asientos les brindan favores, pues, prensada,
la paja
oscura cede a sus flacos riñones
y el alma de los soles pasados arde,
presa
de las trenzas de espigas donde el grano cuajaba
Los Sentados,
cual músicos, con la boca en sus muslos,
golpean con sus dedos el asiento,
rumores
de tambor, del que sacan barcarolas tan tristes
que sus cabezas
rolan en vaivenes de amor.
––¡Ah, que no se levanten! Llegaría el
naufragio...
Pero se alzan, gruñendo, como gatos heridos,
desplegando
despacio, rabiosos, sus omóplatos:
y el pantalón se abomba, vacío, entorno
al lomo.
Oyes cómo golpean con sus cabezas calvas
las paredes oscuras,
al andar retorcidos,
¡y los botones son, en su traje, pupilas
de fuego
que nos hieren, al fondo del pasillo!
Mas tienen una mano invisible que
mata:
al volver, su mirada filtra el veneno negro
que llena el ojo
agónico del perro apaleado,
y sudas, prisionero de un embudo
feroz.
Se sientan, con los puños ahogados en la mugre
de sus mangas,
y piensan en quien les hizo andar;
y del alba a la noche, sus amígdalas
tiemblan
bajo el mentón, racimos a punto de estallar.
Y cuando el
sueño austero abate sus viseras,
sueñan, sobre sus brazos, con sillas
fecundadas:
auténticos amores, mínimos, como asientos
bordeando el
orgullo de mesas de despacho.
Flores de tinta escupen pólenes como
tildes,
acunándolos sobre cálices en cuclillas,
como a ras de unos
gladios un vuelo de libélulas
––y su miembro se excita al rozar las espigas.
--
Las despiojadoras
Cuando la frente infante, con sus rojas tormentas
convoca al blanco enjambre de los sueños difusos,
llegan junto a su cama
dos hermanas risueñas
con sus gráciles dedos de uñas
argentinas.
Sientan al niño frente al ventanal abierto,
donde el aire
azul baña torbellinos de flores
y por su denso pelo preñado de rocío
sus
dedos se pasean, seductores, terribles.
Él, escucha el cantar de sus
hálitos tímidos
que expanden amplias mieles vegetales y rosas
y que
interrumpe a veces un silbido ––saliva
que los labios absorben o ganas de
besar.
Escucha sus pestañas latir en el silencio
perfumado; y sus
dedos, eléctricos y suaves,
provocan los chasquidos , entre indolencias
grises,
de los piojillos muertos, por sus uñas de reina.
Y un vino de
Pereza sube en él, un suspiro
de armónica, capaz de llegar al delirio:
y
el niño siente, al ritmo lento de las caricias,
cómo brotan y mueren sus
ansias de llorar.
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