Hay tensión en el aire de Zürich, se huele que va a pasar algo grande. Respiro hondo, miro hacia el listón situado en cinco metros y seis centímetros. Jamás he intentado sobrepasar un listón a esa altura, pero sé que algunos de mis saltos han estado por encima. Hace mucho tiempo de eso. Demasiado. No estoy acostumbrada a estar tanto tiempo sin sobrepasar mis límites.
El público da palmas, me apoyan. Sé que el mundo está pendiente de mí en este momento. Algunos esperan que lo logre, otros que fracase.
Ya he ganado la competición pero eso no me vale. Hoy no me vale. Llevo conmigo un profundo dolor que debo vencer.
Tengo dudas. Por mi cabeza pasa el tercer nulo de Berlín, donde no pude efectuar ni un salto válido. Fue la mayor decepción de mi vida y rememoro ahora la cantidad de lágrimas que derramé.
Tengo rabia. No tengo que demostrar nada a nadie más que a mí misma, pero me dolieron algunas críticas recibidas hace tan sólo una semana. Qué dura es la vida del atleta. Todo el año entrenando duro y en soledad y si luego la competición no sale tan bien como esperas, te das cuenta de que hay poca gente con la que puedas contar en todo momento.
Tengo convicción. Sé que puedo. Puedo. PUEDO. Hoy es el día. Allá voy. Uno, dos, tres...dieciséis pasos, clavo la pértiga, me impulso y...
5.06
Nuevo récord mundial.
Grito, salto, voy corriendo hacia los míos, el público me ovaciona. Doy la vuelta al estadio con la bandera, la gente me quiere, yo les quiero. Las lágrimas vuelven a asomar a mis ojos, pero ahora es porque soy extremadamente feliz. Soy consciente que, entre los mejores, sólo los elegidos son capaces de resucitar de forma tan apoteósica.
No soy campeona del mundo; soy la mejor; soy Yelena Isinbayeva; soy inmortal.
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