viernes, 4 de noviembre de 2011

Lágrimas de tren

Me llamó la atención solamente porque me saludó. Hoy en día nadie saluda en el transporte público, todos se ignoran como si lo que hubiera a su lado fuera una piedra y no una persona. Fue un simple “hola”, y me lo dijo sin levantar la mirada del libro. Me había dirigido yo hacia el final del vagón, y junto a la ventana estaba él, un chico unos años mayor que yo, pero aún joven, aunque su rostro denotaba cansancio. Iba bien vestido, pero de forma bastante informal, con unos pantalones chinos y una camisa oscura por fuera de él. Estaba sentado con las piernas cruzadas, y al ir yo a sentarme las descruzó para dejarme espacio a mí y mi maleta, y fue cuando me saludó. Yo respondí en voz muy baja y me instalé en mi asiento, enfrente del suyo.

Con los auriculares puestos estaba escuchando música para relajarme después de una intensa semana de estudios y juergas, con ganas de llegar a casa para pasar el fin de semana. No tenía intención de salir esa noche y sólo me preguntaba qué me habría preparado mi madre para cenar. Me fijé de nuevo en el chico cuando cerró el libro y lo guardó en su cartera. Cerró los ojos y se los frotó con las manos, como si estuviera cansado de leer. Cuando los abrió de nuevo se quedó mirando por la ventanilla, aunque podría ver poco porque la noche había caído mucho tiempo antes.

Tardé unos segundos en darme cuenta de que lloraba. Ligeras lágrimas caían por sus mejillas aunque su cara se mantenía serena. No hacía nada por disimularlo y yo me sentía verdaderamente incómoda. No sabía cómo actuar, si darle un pañuelo, preguntarle si le pasaba algo o simplemente ignorarlo y hacer como que no me había percatado. Todos en el vagón permanecían inmersos en su propio mundo y ajenos al drama interior que vivía ese hombre. Yo hubiera querido estar como ellos pero el simple hecho de que me saludara al sentarme había roto la invisible barrera entre los dos. Sin embargo, permanecí quieta, echándole rápidas ojeadas con frecuencia.

Por primera vez desde que me había sentado, él me miró. Y sonrió. Una sonrisa franca, abierta. Estoy convencida de que se dio cuenta de mi desazón ante sus lágrimas y quiso tranquilizarme. Sacó un pañuelo del bolsillo, se secó la cara, asió la cartera, me dijo “hasta luego” y se fue. Su parada era la siguiente. Yo no pude responderle.

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